Archivo de la categoría: Anecdotarium Vitae

Anécdotas vitales de ayer y hoy.

Anecdotarium Vitae VII: Que alegría cuando me dijeron…

Mientras escucho el temazo de Dire Straits que es Money for nothing me ha venido a la cabeza los curritos que he hecho sin cobrar un duro (en la canción va de otro palo, pero yo no tengo money ni for pipas, así que por cojones tiene que ser money for nothing). Que conste que en eso no cuento el echarle una mano a algún amigo con un trabajo si anda apurado (eso lo meteremos en favores, que de momento no lo cobro… o sí), sino obligaciones más o menos pejigueras que me obligan a hacer de currito con todos sus contras y ninguno de sus pros (porque el pro del currar es ver paga, no?). Y sin duda la cosa más chunga que he hecho yo sin ver un duro a cambio es la de ser… (atención, redoble de tambores) …catequista.

Sí amiguitos, sí, el menda fue catequista… Era joven, necesitaba el dinero… Mmm, no creo que cuele pero bueno, ahí queda.

Aviso que aunque lo meto en la sección de Anecdotarium Vitae con su numerito correspondiente esto va a ser más una crónica general que otra cosa, avisados estáis. Ah, y fijo que me hago más de un númerito, que aquella época dio para lo suyo oye.

El curilla que teníamos en la parroquia por aquél entonces era un tío bastante enrollao, pelín independiente a veces para los superiores eclesiásticos, pero coño ahí tenía el tío la gracia. Era un tipo también algo acostumbrado al «hágase su voluntad», a veces «hágase mi voluntad», pero siempre con la mejor intención. La verdad es que era un cura que molaba (y si algún día me lee y no me han excomulgado todavía, que sepa que con los curas que vinieron después ya no fui a misa, es que no era lo mismo), si hasta un día nos llevó a una exhibición de la Patrulla Águila.

Sniff.

La cuestión es que el año anterior a que nos confirmáramos (los peligros derivados de la confirmación ya los contaré si me acuerdo en otro momento), todo el maromerío que había por allí estábamos obligados a tomar ocupación en los trabajos parroquiales, que si visitas a enfermos (no gracias, casi todos mis amigos eran unos enfermos en mayor medida, ya tenía lo mío), ayudar en Cáritas y familia (que yo vocación de eso poca), hacerse monaguillo (que con 16 tacos y una pecha de pelos en las pelotas como que no parecía muy auténtico), entrar al coro parroquial (ríete tú de Los niños del coro, aprended gabachos) o por último, hacerse catequista. Como hombres de pelo en pecho que éramos en aquella época (si es que aunque me saliera pasados los 20, lo del pelo en el pecho es una forma de vida), todo el grupillo de amigos nos metíamos en el único lugar donde nos podíamos sentir realizados: el coro.

El coro corría peligro de convertirse en un cruce de letras de Offspring (lo único de lo que yo me sabía letras en aquella época), voces angelicales equivalentes al sonido de 20 gatos recibiendo una paliza y hormonas; así que el departamento de recursos humanos hizo lo que hizo, y mientras la mayoría pasaba a engrosar el Cuerpo de Élite de Monaguillos (había que darle un nombre lustroso, que no diera mucha vergüenza), a mí me destinaron a la Unidad de Adoctrinamiento Regimental, o sea, catequista.

Dentro de los catequistas había tres distinciones: precomunión, postcomunión y preconfirmación. Precomunión nos estaba vetado ya que a esos niños había que enseñarles el Credo, el Padrenuestro y cosas del estilo, y mentiría si dijera que nos los sabíamos (triste pero cierto), además los chavales de esa edad (los menores de 9 años) son muy impresionables, y no veas tú la que hubiéramos liado en aquella época. Postcomunión era algo más asequible, les enfants terribles, chavales de 10 años hasta los 13 o así, vamos que cualquiera que se les pusiera farruco podía acabar apaleado en una esquina sin que el resto de catequistas pudieran hacer nada por salvar su pellejo (el del desgraciado que le tocara, el propio de cada cual correría a gran velocidad rumbo a alguna zona segura donde escurrir el bulto). Como quiera que los de postcomunión ya se sabían todo lo que tenían que saber, era algo así como tenerlos entretenidos hasta la confirmación, y de vez en cuando intentar enseñarles algo… lo que no se es qué, pero la intención es lo que cuenta.

En realidad lo que queríamos todos los catequistas de la nueva hornada (16 a 18 años) era que nos pusieran en preconfirmación, que era como jugar en primera división, hacéos a la idea: montones de titis de 15 años con las hormonas saliéndoseles por las orejas, de todas las formas, tamaños y colores… y en medio el catequista, en igual o peor estado hormonal. La idea, muy cristiana muy cristiana no es que fuera, pero hay que reconocer que era buena. Demasiado bonito para ser verdad, así que acabamos en postcomunión…

Todavía me puedo dar con un canto en los dientes, fui el único catequista que lo habían emparejado con alguien de sexo distinto (se que provoqué envidias al principio, luego no se les pasó y seguí provocandolas), y además era una chica majísima a la que no le importaba estar en postcomunión (claro, ella tenía novio). Un día hasta vino a jugar una partida de rol y demostró que las mujeres, por finas, minúsculas y delicadas que parezcan, pueden tener ideas de bombero y ser tan brutas como los hombres, faltaría más.

Así que allí me encontraba yo, con mi compañera, rodeado de enanos de 11 años que más parecían un banco de pirañas o una bandada de cuervos dispuestos a sacarnos los ojos al menor descuido (tampoco tanto, que las niñas eran la mar de calmadas, solo es que había 3 o 4 cabrones disfrazados de cabritillos que déjalos que fueran), dispuestos a enseñarles las virtudes de la fe, la paz, Jesucristo y el amor a los chavalines (en lugar de a las jamonas de preconfirmación, tenía bemoles la cosa).

Continuará…

Frase del día:
«Si cada uno tuviera medio cerebro, entre todos seguirían teniendo medio cerebro.»

Anecdotarium Vitae VI: No te rías que es peor

En un bar de Cartagena de cuyo nombre prefiero no acordarme…

No era una chica fea pero tampoco era una de esas que piensas que es guapa al primer vistazo; tenía algo, eso sí, que me hacía no poder dejar de mirarle la cara. No es una costumbre que tenga yo de quedarme mirando fíjamente a nadie a la cara y menos a una completa desconocida incluso si fuera toda una belleza griega, que no era el caso, pero ahí estaba yo, embelesado mirándola a ella. Por poder decir de aquello que me cautivaba, decir que le daba un aire entre feliz despreocupación y desaliñada, pero era imposible quitarle los ojos de encima.

Preguntábame yo entonces si sería capaz de decirle algo a la susodicha, así, sin conocerla de nada. Cómo acercarme y hacerle un comentario al respecto sin importunarla, porque estaba bastante seguro de que la iba a importunar con mi presencia y mi comentario. Así fueron pasando los minutos mientras yo hacía como que escuchaba la conversación de quien me acompañaba sin poder quitarle ojo de encima. Al final la chica se dio cuenta que la miraba y entre una cosa y otra se me escapó una sonrisilla. Y va ella y me la devuelve, vamos no me jodas, no puede ser. Yo sigo mirando y ella a mí, hasta que con una sonrisita de esas de no haber roto un plato en su vida desvía la mirada.

Y así, entre miro para allá, miran desde allí, sonrisilla para allá, sonrisita para acá, se acaba el café y decidimos irnos (yo y quien me acompañana, no yo y la chica, a ver si vamos a pensar lo que no es). Y a mí la sonrisita es que se me está convirtiendo en una carcajada que me nace desde la boca del estómago, que no se seguro lo que habrá pensado la chavala, pero ahora sí que soy incapaz de decirle que le cuelga un moco como el puño de gordo.

Frase del día:
«Me gustaría que pudieras ver lo que hago con tus ojos.»

Anecdotarium Vitae V: La erótica del embudo

Espacio patrocinado por British Petroleum.

Un día cualquiera en el curro en pleno Agosto: coches, calor, maromos que no saben lo que conducen, litros de combustible y en medio de todo el fregao el menda con la manguera en la mano… Ainch.

Allí estoy yo sirviendo gasolina (ni un chiste con eso, ni uno), y ahí que entra un coche tipo Seat Panda rojo de los antiguos con los suficientes años como para ser el que usó Moises en el desierto, se para y se bajan dos tías; dos jacas de estas que los hombres normalmente necesitan electroshock para quitarles los ojos de encima (yo no, por supuesto, que yo soy un caballero y jamás llevaría gafas de sol solo por mirar escotes con tranquilidad). A la derecha saliendo de la esquina del conductor, la española, rubia, con pareo cuasitransparente y dos piezas en blanco (de esos que si en seco molan, con agua de por medio provocan llamadas al 112); en la esquina izquierda, la inglesa, morena, con top azul oscuro insultántemente pequeño y pantaloncito de esos superajustados (que ya entendí por qué los guiris los llaman «hotpants», vaya que sí). Veintipocos años las dos.

Ambas dos se dirigen a la parte de atrás del coche, abren el maletero y se ponen a hacer algo dentro. La española se vuelve y me dice algo, pero me ha pillado en mis oraciones diarias de a Dios gracias por permitir esos grandísimos inventos que son la licra y el spandex y no me entero de nada, así que me lo repite. Llenos de súper que son para la lancha. Pues ahí voy yo que la agarro y se la meto. Agarro la manguera de la súper y se la meto al bidón, se había entendido. ¿No?

Bueno, pues en esto que estoy yo eso de llenar los depósitos cuando la morena coge un embudo que había por ahí (juro que para tener el tamaño que tenía no se que estaba haciendo yo que no lo había visto antes; bueno, saberlo sí lo se, pero queda feo decirlo); un embudo… Puf, hasta la fecha no había visto yo un embudo de ese tamaño, así sin exagerar debía andar por los dos palmos de largo y tres dedos de ancho en el caño. Así a priori no le iba yo a hacer mucho caso al embudo, porque tenía cosas más interesantes que ver (la cuenta de la gasolina y cómo iban de llenos los depósitos, a ver qué vamos a pensar, que yo soy un profesional).

La conversación a la que me voy a referir ahora entre la española y la inglesa la tuvieron en inglés, supongo que porque pensaron que no lo entendería nadie cerca, porque si eso lo llegan a escuchar todo el maromerío de allí pudiera haber habido disturbios generalizados. Yo por si acaso en este relato la voy a contar en cristiano que es mucho más práctico.

Total, que yo sigo a lo mío de llenar depósitos y admirar el paisaje cuando la inglesita dice algo así como «¿ésto es para sentarse?», yo normalmente miro a la cara cuando oigo que alguien habla, por si es a mí, pero en ese instante lo que estoy mirando es lo que lleva la tía en la mano: el embudo. Tranquilo nene que estás alucinando, que no puede ser que haya dicho eso. La española que se gira extrañada a la guiri y le dice que «no, esto es para echar la gasolina en la motora». Joder, pues sí que lo había dicho. La inglesa le devuelve la mirada mientras agarra el embudo por el caño y le dice que «no, no, esto es para sentarse encima», y se ríe; a mí me empieza a bailar la pistola de la súper dentro del depósito. Ay Dios. La española entonces se pone a explicarle así en plan Barrio Sésamo a la morena por dónde van los tiros con esto de los embudos, como si no hubiera que hacerse 5 años de carrera para dominar el tema, pero la inglesa sigue en sus trece de que los embudos son para sentarse encima. Yo, que como ya he dicho soy un profesional del quince, no me pongo a imaginarme a la inglesa sentada sobre el embudo y dando saltitos; y pensarlo no lo pienso, pero por si acaso me pongo a mirar en dirección contraria para que no se me note el hilillo de babas y la cara de loco. Lo de los saltitos no lo dijo, pero ya lo pongo yo que me cuesta poco. Dios, que no me coma una rosca pase, pero que encima de todo me restriegues estas cosas en la cara… hay que ser un poquito cabrón. Las dos siguen ahí dale que te pego a los usos menos ortodoxos del embudo de marras, y yo procuro mirar al horizonte y hacer oídos sordos hasta que se acaban de llenar los depósitos, me recojo la manguera y le digo a la española mientras me aguanto la risa «son 10000». Cuando me paga me percibo claramente que no era que la pistola estaba bailando, es que me tiembla el pulso, pero que tiembla la de Dios.

Yo me muerdo la lengua para evitar hacer algún comentario sobre lo mal repartido que está el mundo, y las dos chavalas se suben al coche, arrancan y se largan. Y allí me quedo yo, pensando en cómo se dirá en inglés eso de «en tiempo de guerra todo agujero es trinchera». Tenía que haberle preguntado a la morena que se veía entendida en el caso…

Anecdotarium Vitae IV: Desdicha ósea

Érase una vez que se era en un pequeño pueblecito de la costa murciana, que aconteció una comida de fin de curso (y salida en hombros por la puerta grande del colegio) en medio de Sierra Espuña. Allí, no se recuerda quien propuso echar un partido de fútbol allá en medio de ninguna parte, rodeados de piedras, pinos… y terraplenes. Quedará para siempre envuelto en el misterio por qué cojones, yo que jamás le había pegado una patada al balón y que creo que el deporte es lo más pernicioso del universo, me decidí a jugar; y por qué importándome un pimiento el balón fui yo quien saltó aquél arbusto a buscarlo cuando se salió por la banda; y por qué Dios había puesto un terraplén de 10 metros con un foso de 2m de profundo al final; y cómo es posible que no me partiera la crisma allí mismo en lugar de hacerme daño en el tobillo… Me tuvieron que sacar haciendo rafting con una manguera (señor, que estampa más ridícula tenía el profesor bajando por allí con una manguera de esas a rallas verdes y amarillas), y… bueno, esto lo dejo que francamente la escenita daba vergüenza ajena, aquello parecía Sal del bujero como puedas 2.

Después de comer (aquello fue por la mañana y a mí me podría doler la de Dios es Cristo, pero el menda paga la comida y el menda se queda a comer, aunque le caigan unas lágrimas como puños), un par de profesores me llevan a mi casa y una vez allí hago trasbordo en dirección al centro de salud (que aquí de hospital, dos piedras…).

Amablemente un maromo del centro de salud me atiende y me identifica los dolores del tobillo como un esguince leve, me venda y me manda para casa con una cara de sentirse realizado que impresiona (yo si que le iba a realizar una traqueotomía de emergencia a bocaos que iba a ser de impresión). Media hora después estabamos otra vez allí, mi madre, yo y mis deditos del pie que habían adquirido un graciosísimo color azul marino gracias a la venda que tan hábilmente me había puesto el maromo de antes; ahora, afortunadamente para su integridad física, me atiende otro que me hace lo mismo y me manda para casa con cara de «estas cosas pasan hombre, tú date por contento que no te hemos dejado unas tijeras en el higado».

Tres días después de dolores insoportables me analiza la situación (y el tobillo, claro) un médico (éste si que era médico de verdad, pero debió haber falsificado los papeles, porque otro que tiene la misma idea de medicina que yo de la cría del berberecho africano). Me confirma que tengo un esguince, pero que es gordo y que me cambian la venda por una combinación de venda y escayola.

15 días después. Me mira el mismo maromo de los papeles falsificados y me confirma que como no me vendaron bien al principio algo se ha jodido en el esguince y me van a tener pseudoescayolado otros 15 días, pero que vamos bien (iría bien él que podía andar, no te joroba).

15 días después. Con un tobillo que cada vez se parecía más a un morcón de proporciones ciclópeas (no ya por el tamaño, sino por el colorcillo que iba cogiendo aquello), mis nunca suficientemente alabados progenitores se saltan todas las normas y me llevan al traumatólogo, un tipo bastante majo que puso mala cara cuando nos saltamos la lista de espera, y puso peor cara cuando me vio el tobillo. El tío me manda unas radiografías ipso facto y me las hacen en tiempo record, y cuando las mira dice algo así como «¿Y con ésto llevas ya un mes? Astillamiento del tobillo, rotura de tibia y peroné, esquince quíntuple… Sorprendente». Total, que con gran pesar por mi parte, porque conocía ese desastre desde pequeñito (desde que me habían dicho que era un «esguince»), el tipo me pone en tratamiento majo y tardé «solo» dos meses más medio curar el tobillo.

2 meses después. Lo único que tuve remarcable aquí es que me quitaron la escayola reforzada con una sierra de esas quirúrgicas que no rotan pero vibran, el tío no dejaba de decirme que esa sierra no hacía daño. Que no, que no corta, que no hace daño. Eso que se lo expliquen a la sierra, porque a mí me hizo polvo, que no cortaba carne ni ná pero lo que es quemar… todavía tengo una cicatriz de quemadura de medio palmo en la pierna, y no me consuela el hecho de haberle dejado la camilla con más pelos que las barbas de Judas. En fin, allí acabó la odisea, afortunadamente.

Por último, solo decir desde aquí que no guardo ningún rencor a los ineptos que me atendieron ni al tío que me quemó la pata con la sierra… Mis mejores deseos de que los pille a todos una avalancha de mierda en un callejón cerrado y del susto se les habra la boca.

Anecdotarium Vitae III: En el calor de la noche…

Espacio patrocinado por British Petroleum.

El que quiera cargarse de anécdotas (y coger las suficientes malas gaitas como para armar un regimiento de malhumorados escoceses) no tiene más que trabajar de cara al público, y si es en turno de noche la juerga está asegurada. Y si además está a 200 metros del último local que cierra ya al amanecer en verano, la capacidad de diversión alcanza cotas astronómicas.

Pues todavía se puede mejorar… Además de todo eso, el sitio de donde hablo está a tiro de piedra del puticlub (léase casa de citas por las mentes bienpensantes y bienhabladas), pero no nos vamos a engañar, precisamente no son top models las señoritas que allí hay (algunas hasta podrían pasar por señoritas dependiendo la luz)…

Recuerdo un día que me llegan unos tíos de fuera de la región y me preguntan, así como quien no quiere la cosa, que dónde estaba el nightclub que les habían indicado que estaba por allí cerca, que se lo habían recomendado para una despedida de soltero. Me vinieron a la cabeza los «tipazos» de las señoritas del lugar y se me escapó una carcajada que allí mismo se quedaron acojonaos los dos maromos de la duda; como en el fondo soy buena gente les explico que sin haber estado nunca no creo que sea de todas formas el mejor lugar para celebrar una despedida de soltero «seria» (otra cosa es que fuera una broma de mal gusto al novio, que entonces iba a funcionar de lujo), pero que igualmente les doy las indicaciones de cómo llegar y se van con cara de no muy convencidos. Veinte minutos después vuelven a aparecer por donde estoy, con cara de sumo horror y me comentan que era verdad lo que decía, que mejor se iban a buscar otra cosa y que si conocía alguien que partiera piernas para dedicarle una canción al cretino que les había recomendao el garito.

Lo que se demostró al final, es que la gente es muy confiada y que como Santo Tomás, tienen que ver para creer; y que hay mucho cachondo por la vida con ganas de hacer coñas con las despedidas de soltero ajenas.