Mientras escucho el temazo de Dire Straits que es Money for nothing me ha venido a la cabeza los curritos que he hecho sin cobrar un duro (en la canción va de otro palo, pero yo no tengo money ni for pipas, así que por cojones tiene que ser money for nothing). Que conste que en eso no cuento el echarle una mano a algún amigo con un trabajo si anda apurado (eso lo meteremos en favores, que de momento no lo cobro… o sí), sino obligaciones más o menos pejigueras que me obligan a hacer de currito con todos sus contras y ninguno de sus pros (porque el pro del currar es ver paga, no?). Y sin duda la cosa más chunga que he hecho yo sin ver un duro a cambio es la de ser… (atención, redoble de tambores) …catequista.
Sí amiguitos, sí, el menda fue catequista… Era joven, necesitaba el dinero… Mmm, no creo que cuele pero bueno, ahí queda.
Aviso que aunque lo meto en la sección de Anecdotarium Vitae con su numerito correspondiente esto va a ser más una crónica general que otra cosa, avisados estáis. Ah, y fijo que me hago más de un númerito, que aquella época dio para lo suyo oye.
El curilla que teníamos en la parroquia por aquél entonces era un tío bastante enrollao, pelín independiente a veces para los superiores eclesiásticos, pero coño ahí tenía el tío la gracia. Era un tipo también algo acostumbrado al «hágase su voluntad», a veces «hágase mi voluntad», pero siempre con la mejor intención. La verdad es que era un cura que molaba (y si algún día me lee y no me han excomulgado todavía, que sepa que con los curas que vinieron después ya no fui a misa, es que no era lo mismo), si hasta un día nos llevó a una exhibición de la Patrulla Águila.
Sniff.
La cuestión es que el año anterior a que nos confirmáramos (los peligros derivados de la confirmación ya los contaré si me acuerdo en otro momento), todo el maromerío que había por allí estábamos obligados a tomar ocupación en los trabajos parroquiales, que si visitas a enfermos (no gracias, casi todos mis amigos eran unos enfermos en mayor medida, ya tenía lo mío), ayudar en Cáritas y familia (que yo vocación de eso poca), hacerse monaguillo (que con 16 tacos y una pecha de pelos en las pelotas como que no parecía muy auténtico), entrar al coro parroquial (ríete tú de Los niños del coro, aprended gabachos) o por último, hacerse catequista. Como hombres de pelo en pecho que éramos en aquella época (si es que aunque me saliera pasados los 20, lo del pelo en el pecho es una forma de vida), todo el grupillo de amigos nos metíamos en el único lugar donde nos podíamos sentir realizados: el coro.
El coro corría peligro de convertirse en un cruce de letras de Offspring (lo único de lo que yo me sabía letras en aquella época), voces angelicales equivalentes al sonido de 20 gatos recibiendo una paliza y hormonas; así que el departamento de recursos humanos hizo lo que hizo, y mientras la mayoría pasaba a engrosar el Cuerpo de Élite de Monaguillos (había que darle un nombre lustroso, que no diera mucha vergüenza), a mí me destinaron a la Unidad de Adoctrinamiento Regimental, o sea, catequista.
Dentro de los catequistas había tres distinciones: precomunión, postcomunión y preconfirmación. Precomunión nos estaba vetado ya que a esos niños había que enseñarles el Credo, el Padrenuestro y cosas del estilo, y mentiría si dijera que nos los sabíamos (triste pero cierto), además los chavales de esa edad (los menores de 9 años) son muy impresionables, y no veas tú la que hubiéramos liado en aquella época. Postcomunión era algo más asequible, les enfants terribles, chavales de 10 años hasta los 13 o así, vamos que cualquiera que se les pusiera farruco podía acabar apaleado en una esquina sin que el resto de catequistas pudieran hacer nada por salvar su pellejo (el del desgraciado que le tocara, el propio de cada cual correría a gran velocidad rumbo a alguna zona segura donde escurrir el bulto). Como quiera que los de postcomunión ya se sabían todo lo que tenían que saber, era algo así como tenerlos entretenidos hasta la confirmación, y de vez en cuando intentar enseñarles algo… lo que no se es qué, pero la intención es lo que cuenta.
En realidad lo que queríamos todos los catequistas de la nueva hornada (16 a 18 años) era que nos pusieran en preconfirmación, que era como jugar en primera división, hacéos a la idea: montones de titis de 15 años con las hormonas saliéndoseles por las orejas, de todas las formas, tamaños y colores… y en medio el catequista, en igual o peor estado hormonal. La idea, muy cristiana muy cristiana no es que fuera, pero hay que reconocer que era buena. Demasiado bonito para ser verdad, así que acabamos en postcomunión…
Todavía me puedo dar con un canto en los dientes, fui el único catequista que lo habían emparejado con alguien de sexo distinto (se que provoqué envidias al principio, luego no se les pasó y seguí provocandolas), y además era una chica majísima a la que no le importaba estar en postcomunión (claro, ella tenía novio). Un día hasta vino a jugar una partida de rol y demostró que las mujeres, por finas, minúsculas y delicadas que parezcan, pueden tener ideas de bombero y ser tan brutas como los hombres, faltaría más.
Así que allí me encontraba yo, con mi compañera, rodeado de enanos de 11 años que más parecían un banco de pirañas o una bandada de cuervos dispuestos a sacarnos los ojos al menor descuido (tampoco tanto, que las niñas eran la mar de calmadas, solo es que había 3 o 4 cabrones disfrazados de cabritillos que déjalos que fueran), dispuestos a enseñarles las virtudes de la fe, la paz, Jesucristo y el amor a los chavalines (en lugar de a las jamonas de preconfirmación, tenía bemoles la cosa).
Continuará…
Frase del día:
«Si cada uno tuviera medio cerebro, entre todos seguirían teniendo medio cerebro.»